Uncategorized

¿Mi familia estará comiendo bien?: La depresión luego de emigrar

Google+ Pinterest LinkedIn Tumblr

Jhon Lindarte es un venezolano que hace poco emigro a Medellín y nos describe en su blog sentimientos y emociones que quizás sean muy comunes para aquellas personas que se ven obligadas a abandonar su patria en busca de mejores oportunidades.

En su relato a continuación nos pone en perspectiva los memorias y recuerdos que pasan por la mente del venezolano justo cuando llega al nuevo país y es momento de desempacar.

Emigrar de Venezuela

Llegué al Valle de Aburrá el 29 de marzo 2016. Tengo una semana ya pisando estas calles y carreras (carreteras), y los sentimientos que me han embargado en estas horas jamás los había experimentado.

Debo ponerlos en contexto: vine a Medellín porque mi padre vive acá, y él, junto a su hermana, son quienes me han brindado la mano para empezar a vivir esta nueva vida.

El Encuentro

Cuando lo vi parado frente a la puerta de desembarque sentí un golpe de felicidad. Lo abracé y observé. Le dije que lo quería y que ya no era tan alto como lo recordaba. Él se llama Francisco, es un artista gráfico que estampa franelas, camisas, lapiceros, vasos, en fin, todo aquello que pueda ser marcado. Cuando vivía en Venezuela hacía lo mismo, así que al compartir con él recordé olores y sonidos que pensé nunca más escuchar, sensaciones que incluso di por olvidadas.

Él antes vivía con mi tía Adriana, a quien llamamos cariñosamente “Mona”. ¡Es que es muy mona en el sentido español (bonita), y en el colombiano también: rubia! Su casa fue la primera vivienda que pisé al llegar, y simplemente me sentí muy bien allí. Es una casa muy amplia, luminosa y llena de tranquilidad.

Mi primer sentimiento de tristeza lo experimenté al llegar al apartamento tipo estudio de mi papá (donde viviré). Al sacar mi ropa de la maleta y ordenarla en su closet fue un impacto emocional. Cada vez que sacaba una de mis camisas, de mis franelas o pantalones, sentía que nunca más la volvería a ver. Una vez completamente acomodada me distancié y la observé, lo que sentí solo lo puedo describir de esta manera: no era mi ropa. Alguien me la había robado y puesto en esta casa. No era mi ropa, no eran las camisas que descolgaba de mi cuarto y usaba para ir a trabajar. No.

Ante esto, al ver tan solo el 10% de las cosas que logré traerme de Caracas, solo pude volver a llorar. Quizás pensarán que soy muy llorón, y con mucha sinceridad les digo que no, que ni siquiera recordaba cuándo había sido la última vez que lloraba. Simplemente llorar no es derramar lágrimas, es estar ante una situación incontrolable en la que sentimos que no tenemos el poder de resolver inmediatamente.

Al llegar mi papá tuve que correr al baño y llorar en silencio. Me sentía en una película, yo pensé que eso no pasaba, que la gente no atravesaba realmente esas crisis. Es más, yo jamás imaginé que la tristeza me embargaría de esa manera. Esa es la parte de emigrar que nadie tiene la valentía de contar. Emigrar no es tomarse fotos con monumentos, con platos exquisitos, con famosos, con carros o con hermosos apartamentos. Emigrar –entre muchas otras cosas-, es sufrir una transformación que te puede volver mejor persona, peor, o simplemente destruirte porque, en apariencia, acaba con todo lo que fuiste, hiciste y dijiste. Repito: en apariencia.

Mi segundo golpe de tristeza llegó al entender en dónde me encontraba físicamente: al ser mi padre un trabajador independiente no puede costearse una casa o un apartamento espacioso. Él, dentro de sus posibilidades (nunca limitaciones), rentó un apartamento tipo estudio de un solo ambiente, ubicado al fondo del estacionamiento de un pequeño edificio. El espacio está en perfectas condiciones: está limpio, las puertas y el baño son totalmente nuevos, el piso tiene baldosas recién aplicadas y las paredes están pintadas de blanco. Suena bien, pero hay dos detalles que me han afectado sobremanera: no hay ventanas y no hay paredes divisorias.

El hecho de que no haya ventanas causa en mí una sensación de claustrofobia. Siento que el aire es escaso y que en algún momento me enloqueceré. A esto se suma que entre mi papá y yo no hay espacio, su cama está recostada a una pared, y la mía a dos metros. Quizás para ustedes eso no sería problema, pero hay un elemento que complica todo: yo tengo 16 años sin ver a mi papá, lógicamente él es un extraño que apenas estoy reconociendo, y lo mismo debe sentir él hacia mí.

Él es muy silencioso, no demuestra su afecto físicamente sino con pequeños detalles: me construyó una mesa de dibujo que armó el mismo. También este apartamento es a razón de mi llegada, antes vivía con mi tía en una buena zona de la ciudad.

Estas circunstancias han generado en mí una bomba de tristeza que estalla cada noche que llego a casa. Aunque racionalmente entiendo que todo es transitorio y que, sinceramente, no está mal, se me hace imposible controlar la depresión. No logro contener las lágrimas, los recuerdos.

Cada vez que llego pienso en mi mamá, en cuánto la necesito aquí. Pienso en mi gatita, en mi cuarto, en mis libros, en mis amigos, en mi trabajo como reportero. En todo pienso, hasta en gente en la que no debería pensar. Cada vez que desayuno, almuerzo o ceno me siento culpable, porque aquí los platos son tan abundantes que ante ojos venezolanos parecen un chiste de mal gusto. “¿Estará mi familia comiendo bien?”; “¿Habrán comprado comida?”; “¿Mi mamá estará haciendo cola?”, me pregunto una y otra vez, y esa tristeza, que resuena como una pequeña culpa, me agobia.

El que se va no se va, eso es falso. Uno se queda desde el corazón. Hasta que nuestras familias no estén plenamente bien uno no respira. Muchos me aconsejan que deje esos pensamientos pero, repito, es involuntario: uno nunca deja de estar con ellos, aunque no estén.

El cielo está más alto

Una de las cosas que siento aquí en Medellín es que el cielo está más alto que en Caracas. Allá, desde el barrio donde vivía, era como estar cerca del cielo pero viviendo en el infierno. Aquí estoy más abajo, pero siento que la gente vive en el paraíso, un Edén donde no tienes que poner tu huella para comprar alimentos cuando te toca la cédula, donde puedes sacar tu teléfono celular en la calle sin extrema precaución, donde puedes soñar con progresar y donde palpas que sí es posible avanzar.

Al llegar noté dos cosas: ¡Los carros son chiquitos! Son muy bonitos. También vi que las calles están atestadas de indigentes. Ambas observaciones me dicen una cosa: Medellín es una ciudad con altos precios de la gasolina, y con una libertad tan grande en vicios, que muchos se han perdido para siempre en ellos. ¡Interesantes temas para reportajes una vez tenga empleo!

Vía: El inmigrante Venezolano

Los comentarios están cerrados.